Más tarde o más temprano, el aprendiz de escritor reacciona en contra de su propio avance. Cuando este sentimiento aflora lo suele expresar diciendo: “Me gusta la espontaneidad, y corregir un texto le resta frescura”. Es justo en ese instante cuando conviene recordarle que un eructo también es espontáneo.
La defensa de la espontaneidad no se limita al ámbito de la escritura, al contrario, está muy presente en nuestra sociedad, desde la popular excusa del yo-soy-como-soy cuando se tiene una reacción violenta injustificada, hasta el éxito de toda esa grosera pandilla de espontáneos que, a precio de saldo, ocupan puestos de comentarista en algunas televisiones privadas de este país. Ni siquiera el añorado puchero de mamá se libra de esta ideología voluntarista, y en pocas ocasiones reparamos en cuántas veces lo preparó hasta alcanzar la excelencia.
Sin embargo, es en el arte donde esta equivocación resulta más insidiosa. Los ensayos del cantante, las sesiones de entrenamiento del bailarín, los bocetos del pintor, los borradores del escritor, todo el trabajo previo hasta conseguir culminar una obra es obviado en favor de una concepción religiosa de la inspiración. La maestría con que un actor se desenvuelve y hace suyas las frases de un texto dramático se resuelven concluyendo que tiene un don para interpretar papeles. Como si no llevase años de práctica a sus espaldas, la mayor parte del tiempo en un estudio o aula fuera del escenario, ejercitándose.
Estando así las cosas, no es de extrañar que el aprendiz de escritor caiga en la misma defensa de una espontaneidad mal entendida y se sienta tentado de bajar los brazos. Dos condicionamientos le incitan:
1) El sistema de ensayo, error y corrección necesario para pulir un texto requiere trabajo;?resulta seductor reclamar la comodidad de dar por finalizado un texto sin corregir (la pereza es un canto de sirena muy poderoso).
2) Obra y autor no son la misma cosa, pero tienden a confundirse. Existe entre ambos un diálogo continuo, de manera que avanzar en la escritura significa que se produzcan también progresos en la persona. El peligro está en una posible respuesta reaccionaria durante el aprendizaje. Es algo que se observa a menudo en el taller de escritura. El alumno comienza a escribir mejor conforme accede a las técnicas narrativas, así llega a reconocerlo en público, y un día apostilla:”sí, pero éste del texto no soy yo, no lo siento mío”, con lo que trata de manifestar el deseo de poner la obra al servicio de su ego, en una reafirmación que, si triunfa, sólo puede conducirle al inmovilismo. ¿Por qué nos preocupamos tanto de mantenernos como somos en lugar de ocuparnos en avanzar hacia lo que podríamos llegar a ser?
Alfredo Bryce Echenique dice:
Treinta y tantos años después de haber escrito mis primeros cuentos sigo teniendo disciplina, trabajo, y cada vez más corrección para conseguir ese tono, esa frescura de estilo para que la gente me siga diciendo:”¿Oye, tú no corriges cuando escribes?”. Que parezca que uno no ha corregido es el secreto mayor que tengo.
Aprender las técnicas de escritura significa apropiarte de ellas; con la práctica, llegan a ser parte de tu naturaleza. Si aspiras a escribir con “naturalidad”, debes trabajar los textos hasta conseguir que, en lugar de complicados, confusos y pretenciosos, sean sencillos, lúcidos y sugerentes. A este alto nivel de frescura sólo se accede mediante el aprendizaje y la disciplina.