En un mayo voluble, refugiados de la lluvia bajo la marquesina del cine Capitol, hace ya muchos años, una fortuna inolvidable me llegó de la generosidad de Javier Sorogoyen. Sacó del bolsillo interior de su gabardina unas hojas fotocopiadas y dos recortes de periódico. Me preguntó si conocía a Rodolfo Walsh y le contesté que no. Me alargó aquellos folios, de aspecto muy usado, que contenían tres cuentos y unos recortes de periódico. Sugirió –me ordenó, para ser preciso– que los leyera. Los comencé nada más subirme en el 7, un autobús que iba desde el centro hasta mi barrio. No fui consciente de que el autobús se moviera; me dio tiempo a leer dos veces el titulado Esa mujer, un cuento inquietante que desde entonces me acompaña insistentemente por la vida.
Roberto Walsh es la paradigmática solución de una tensión que todavía para la mayoría de conservadores e idealistas (en el peor sentido de los términos) no está resuelta: la establecida entre el intelectual y la política, entre la literatura y el compromiso social. Walsh mostró que puede conjugarse la excelencia literaria con la responsabilidad que dignifica y provee de transcendencia aquí, en nuestro mundo, despreciando engañosas esperanzas que aspiran a otros paraísos.
Walsh no se resguardó, como otros intelectuales hicieron y practican, tras los débiles testimonios que permiten retiradas a tiempo. El 24 de marzo de 1977 se lo jugó todo; publicó su influyente Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Unas horas más tarde fue apresado, torturado, asesinado: su nombre figura hoy en las listas de desaparecidos

[1]. En palabras del propio Walsh: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”.
Disfruté de una íntima alegría cuando hace poco me enteré de que la editorial Veintisiete Letras había editado los cuentos completos, hasta ahora dispersos, de Walsh. En la edición comentada hay piezas extraordinarias que resultarán admirables para los lectores: desde El soñador a Los ojos del traidor, desde Cuento para tahúres a La mujer prohibida.
Una tarde del verano de 1998, tomando café helado en el Central, le comenté a mi insustituible amiga –magnífica escritora y traductora– Marga López Bonilla, mi admiración por Rodolfo Walsh. Y también le hablé de su cuento Esa mujer, un relato que mi ignorancia creía casi secreto para los demás. Mi amiga sonrió indulgentemente al desvelarme que tal cuento era considerado por muchos, lectores y críticos, como el mejor escrito en Argentina durante el siglo XX.

—[1] Un imperdonable azar de las fechas, dos meses antes, nos masacró en España con la Matanza de Atocha, donde fueron asesinados cinco compañeros abogados y malheridos otros tantos por grupos de verdugos afines al franquismo.