–Siempre quise hacer un trío –le dije.
Salté de la cama hacia la silla y cogí la guitarra. La luz comenzaba a entrar en diagonal por la ventana, sin permiso. Ella estaba tapada de cintura para abajo. Era prostituta, hermosa y ciega. Sus pechos, blancos y pequeños, oscilaban con blandura, como un eco, cada vez que se acomodaba. Se llamaba Lenny.
–Ven aquí –me dijo.
Sus suaves párpados eran lo opuesto a los de mi ex mujer, pesados como grilletes, depositarios de una frustración más grande que sus caderas. Con Lenny había retomado mi carrera de músico, me sentía capaz de recuperar el tiempo perdido.
Puse The house is rockin en el tocadiscos, volví a la cama y la besé. Posé la mano sobre su muslo delgado, la deslicé suave hasta llegar al cuello y le pedí que se diera la vuelta. Era como un libro; podías llevarla a la cama y enamorarte.
–Hoy no amanecerá –suspiró mientras se giraba.
La música impedía que el ruido gris de afuera nos molestase. Le acaricié el pelo. Aunque sabíamos que acabaría en cualquier momento, en el cuarto todo era eternidad.
En Texas había petróleo, homofobia y niños practicando tiro al blanco con una 38. Había mujeres hermosas y un músico increíble que solía tocar en el Hills Country Club de Austin; una vieja casona de madera con cowboys, borrachos, putas y, en un escenario al fondo, el sombrero que escondía el rostro del guitarrista. Allí, Stevie Ray Vaughan acariciaba las cuerdas de Number One, su Stratocaster descascarillada como el bar. Pensé que no habría vida después de Jimi Hendrix, que la revolución había muerto con él, pero cuando oí a Vaughan supe que aún quedaba una trinchera.
Leave my girl alone tomó la habitación de modo irreversible, podía respirarse. Para entonces, jugaba otra vez entre las piernas de Lenny. Sentí los espasmos de las cuerdas, las manos recorriendo el mástil de palo de rosa. El vientre húmedo se mezclaba con las yemas de mis dedos y los acordes. Ella respiraba profundo mientras Vaughan hacía el amor con su Fender.
Aquel iba a ser nuestro último encuentro.
–En Nueva York hay trabajo para mí –repitió.
–¿Por qué lo haces?
–No preguntes.
–Quédate conmigo.
–No te enamores de una puta, y mucho menos de día.
La eternidad se acababa, pero permanecieron los hechos. Stevie Ray Vaughan nos dejó un excelente disco, que sonaba en aquella habitación donde dos personas volvían a volar sin importarles que el helicóptero fuese a estrellarse.

Disco recomendado: In step, Stevie Ray Vaughan & Double-Trouble, 1989