En 1962 perduraba en España la restablecida pena de muerte, abolida durante la Segunda República, para continuar asesinando opositores a la rebelión franquista; a su vez, la censura eclesiástica (aquella complicidad indecente del Nihil obstat) mutilaba las ideas renovadoras que brotaban en los libros. En el mismo año —tiempo en el que transcurre la historia de Chesil Beach—, Inglaterra, quizá todavía cohibida por las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, se aferraba a sus tradiciones puritanas, a la severidad jerárquica en el seno familiar y a la resistente incomunicación entre padres e hijos: el sexo era un tabú y las palabras que habrían podido explicarlo a los más jóvenes se consideraban impertinentes.
Después de Expiación, portentosa obra literaria ya convertida en un clásico, Ian McEwan nos sorprendió con Chesil Beach, donde, a diferencia de la anterior, eligió un tono intimista para mostrarnos las diferencias culturales, los distintos objetivos, las dificultades de sus jóvenes e inexpertos protagonistas, Florence y Edward, para unirse perdurable y placenteramente en su noche de bodas. Son vírgenes, se aman, pero sufren un penoso temor al sexo y carecen de las palabras que nombren su problema y clarifiquen su desconcierto. Edward quiere a su mujer, la acaricia demorando su propio deseo, persiste en la ternura que parece necesitar Florence, pero continúa atormentado por la posibilidad de la eyaculación precoz. Ella también le quiere, aunque se siente insegura y culpable por repugnarle los órganos genitales y los besos con lengua, y la idea de ser penetrada le parece una forma de violación.
La habilidad de Ian McEwan para tratar en sus novelas, con sutileza y precisión admirables, los pasajes relacionados con los sentimientos y el sexo, es conocida por sus lectores y los críticos internacionales. Esta pieza maestra, Chesil Beach (nombre de la playa y del balneario que dan título a la novela), es una lección de estilo y sabiduría. Capaz de describir las emociones de los personajes con un gesto, hace evidente lo invisible. McEwan da pistas para que el lector indague pero no explica (“por mi parte, sería más fácil inventar todas las respuestas que sugerirlas”, nos dice). Por esa razón, sin justificar las consecuencias, indica la difícil relación de Edward con su madre enferma, con “daños cerebrales”; y los oscuros e inquietantes sucesos de Florence con su padre en sus solitarias excursiones.
La técnica narrativa del contrapunto es perfecta: nos hacemos cargo de las torturas íntimas que angustian a los protagonistas, sintiendo alternativamente desde las zozobras de Florence o desde las de Edward (“…para mí lo importante era meterme en su mente e intentar comprender a todos aquellos que tienen dificultades en la vida por ser incapaces de expresar fácilmente sus emociones”, indica McEwan). La estructura de la novela (la estructura debe ser discreta, advierte) es un ejemplo modélico para escritores principiantes o avezados.
Poco más tarde Roy Orbison triunfaba con In Dreams y Oh, pretty woman, The Beach Boys con Surfin USA y Little Deuce Coupe, y Bob Dylan con su Blowin in the Wind o Boots of Spanish Leather. Los Beatles, en 1963, asombraron con nuevas músicas y letras. En Europa comenzaba una década colmada de propuestas sociales, novedades ideológicas y artísticas; un esplendor que, para muchos, no ha sido supera-do o siquiera renovado. La revolución de ideas y actitudes respecto al amor, la familia, el cuerpo y el sexo cambiaba radicalmente la manera de afron-tarlos.
No podremos evadir nuestra vinculación pensando que los tensos e infelices hechos narrados en Chesil Beach pertenecen a una época superada. Las relaciones sexuales continúan siendo falsificadas por economías, prejuicios, mezquindades o tácticas que las degradan más allá de nuestras intenciones conscientes.