Fue mi abuela quien descolgó el teléfono una mañana de domingo y, en cuanto comprendió que la llamada procedía de Alemania, me lo pasó. La voz desconocida dijo ser mi tía Anette, la única hermana de mi padre, y me comunicaba su fallecimiento. Había expectación entre el ligero temblor de sus palabras. La supuse impaciente por comprobar cómo acogería la noticia del paro cardiaco de aquel hombre de quien yo sólo tenía el apellido, algunos rasgos físicos y la larga experiencia del abandono. Me sentí torpe en la obligación de mostrarme afectada. ¿Esperaba de mí algún dolor? Nada de eso. Había recuperado mi sitio en el mundo: al fin era declarada huérfana quien llevaba tantos años siéndolo.
Me habló de una caja con pertenencias de mi padre franqueada en la estación de Dreisamtal. Había dispuesto en su testamento que me la hicieran llegar. Colgué.
Durante tres semanas y cuatro días, tuve tiempo de sobra para llenar, vaciar, volver a llenar y volver a vaciar la caja de mi padre en mi imaginación. En ella habría sin duda cartas: un padre que abandona a su hija seguro que tiene mucho que decir, y yo apostaba a que más de una carta empezaría lamentando las limitaciones del lenguaje, la impotencia de las palabras, “no sé cómo explicarte para que me entiendas” o “qué puedo decirte que te convenza de que no tuve otra salida”, palabrería de un moribundo con la necesidad de descargar su conciencia. ¿Qué más le deja un padre-ausente-que-sabe-que-se-va-a-ausentar-definitivamente a la hija abandonada? Tal vez el anillo heredado de generación en generación, eso une mucho. Y fotos, estaba convencida de que habría fotos en la caja, imágenes de la trinidad perfecta que fuimos alguna vez, padre, madre e hija, yo en brazos, ellos sonrientes, cuánto nos queremos, qué felices somos, hemos sellado nuestro amor con esta hija. ¿Y libros? Quizás algunos cuentos de los hermanos Grimm, esos que nunca me leyó en la cama, fallo imperdonable en un germanista. Hänsel y Gretel. Mira que si abro la caja y me la encuentro llena de miguitas de pan. ¿Y discos? ¿Qué música escucharía mi padre? ¿Sería amante de los clásicos alemanes o le tiraría más el jazz y el blues? Tal vez fuera un progre trasnochado superviviente del flower-power. Contra una buena colección de discos no tendría nada que objetar… ¿Qué más? Algún cuadrito de los que adornaron su casa de padre desertor, o diarios de pensador amateur con complicadas reflexiones sobre la vida y sus vaivenes, su vieja estilográfica, unas gafas, el reloj transmitido de padres a hijos, los gemelos que le regaló mi madre cuando se prometieron, las cartas que se escribieron en la ausencia.
Después de tres semanas y cuatro días fantaseando sobre el contenido de la caja, encontré en el buzón el volante amarillo de un envío por correo procedente de Alemania con dos semanas de plazo para retirarlo.
Sentí la rabia del resentimiento acuñado durante 22 años, quería vengarme de mi padre, abandonando su caja como él me había abandonado a mí. Dejé pasar los días. Cuando me presenté en la oficina de correos con mi volante amarillo, la chica de la ventanilla me dijo con indiferencia: Demasiado tarde, el paquete ya se ha devuelto.
Simulé contrariedad y abandoné la oficina. Pues eso, papá, demasiado tarde. Una pena por la colección de discos.