Con el ánimo de alcanzar el equilibrio podría recurrir a colgarme del cuello un llamador de ángeles, ajustarme en la muñeca la “power-balance”, practicar yoga y reiki, organizar la casa según las recomendaciones del feng shui y visitar semanalmente a un gurú de los masajes: “maestro, vengo a que me abra los chakras en canal”. Pero la obsesión por la paz interior me resulta sospechosa. No es que desconfíe de tanto supermercado de la perfecta relajación como hay, ni de los orientalismos mal entendidos. Lo que me espanta es la calma, el peligro del adocenamiento, la trampa de la comodidad. Desear que nada nos perturbe es una forma, solapada pero atroz, de renuncia. Deberíamos preguntarnos más a menudo a quién beneficia esta sedación.
A la escritura también podemos acceder buscando una función terapéutica. En este caso, el texto se utiliza como un espacio en el que desahogarse y nada más, donde quien escribe es centro y único destinatario, porque salvo los allegados que se sientan en la obligación de hacer un ejercicio de caridad, a nadie interesa un pimiento lo que desde ahí se diga. Se trata de una utilidad personal y transitoria, un relajante muscular que no requiere prescripción facultativa.
Un escritor nunca se coloca en el centro de la historia, se queda al margen. Aun cuando el relato sea autobiográfico, sabe que, para escribir de verdad, es necesario tomar distancia. Según Paul Auster, “si estás demasiado cerca de lo que pretendes contar, pierdes perspectiva”.
No pretendo rechazar las posibles facultades sanadoras de la escritura pero, para el escritor, lo importante es la historia, y procura que resulte útil o reveladora a sus posibles lectores (entre los que también se encuentra él). Lo poco o mucho de personal que contenga no es relevante, dejó de pertenecer al autor antes incluso de ser publicada. Al escribir, como decía Rimbaud, yo soy otro.
Utilizar la escritura como desahogo es una decisión respetable. Menos respetable es hacer públicos los textos escritos con esa intención, tal como está ocurriendo en muchos blogs, foros y redes sociales; aquí ya no cabe hablar de terapia, sino de propagación de la autocomplacencia. Eso sí que es una pandemia y no el bulo de la gripe A.
Si lo que pretendemos es aprender sin piedad y tratar de comunicarlo a otros, escribir es siempre un ejercicio violento. Chocas contra lo establecido (en primer lugar, el entorno de familiares y amigos) y contra todos tus miedos. En ese conflicto, el adversario más duro a batir eres tú.
La escritura, cuando se realiza con rigor, requiere tensión. Nunca es relajante. A cambio, las preguntas, respuestas y progresos que procura jamás te los podrá facilitar el mejor masajista del mundo.