En su última novela, Lo que sé de los hombrecillos, el protagonista puede ver la batalla que se libra en su cuerpo entre la contención y los deseos. Si no vemos hombrecillos, ¿es que estamos ciegos?

Sí, sin ninguna duda. Los hombrecillos están por todas partes, sobre todo dentro de cada uno. Si no los vemos es porque no los queremos ver, porque reprimimos todo lo que tiene que ver con nuestro lado oscuro, con resultados catastróficos. Es mejor reconocer la existencia de ese otro lado que nos habita, para negociar con él y llegar a acuerdos; cuanto más se reprime, con más fuerza se escapa por alguna grieta.
El personaje de mi novela se ha rodeado de un mundo normal para sofocarlo, y es ahí donde fracasa, porque la estrategia de sofocarlo es equivocada.

Hemos encontrado referencias a Kafka y a Carrol en su novela. ¿Algún autor más?

Muchos. Maupassant, Stevenson, Dostoievski, Cortázar, Borges, Espronceda. Es una larga tradición la de los autores que han tocado este tema y mi novela se inscribe en esa tradición.

Sería largo preguntarle por cada uno de ellos pero, por ejemplo, ¿qué aprendió de Kafka?

De él intenté aprender eso que podemos llamar la sencillez compleja. La metamorfosis se la puedes dar a un chico de quince años que no tenga bagaje lector y la entenderá a su nivel de comprensión, y seguramente le gustará. Es una novela sencilla y compleja simultáneamente. Si a mí me preguntaran cuál es la novela que mejor ha contado el siglo XX diría que ha sido La metamorfosis, y lleva camino de contar también el XXI. Es sorprendente que eso se haya hecho con un artefacto literario en torno a ochenta páginas y además escrito con esa aparente sencillez.

Puede que alguien piense que usted se aleja de la realidad al escribir. ¿Qué le contestaría?

Cuando nos planteamos la huida de la realidad estamos cometiendo un error. ¿Qué es la realidad? Los sueños y las fantasías también son realidad, y no solamente lo son sino que determinan lo que llamamos rea-lidad. Por ejemplo, esta botella (Millás señala una botella de agua mineral  que hay sobre la mesa) antes de convertirse en un objeto material, diga-mos real, tuvo que ser un fantasma en la cabeza de quien la diseñó. Alguien tuvo que imaginarla o no habría llegado al mundo real. Todo lo que pasa por la cabeza llega tarde o temprano a la realidad y todo lo que está en la realidad es porque ha pasado antes por la cabeza. Poner una barrera excesiva entre los sueños y la vigilia, los delirios y la razón, es un error, el resultado del miedo a enfrentarnos a esa zona de nosotros que es más oscura, menos conocida y más inquietante, pero también muchísimo más divertida.

Esa idea nos recuerda otras obras suyas, como La soledad era esto.

Es una novela de esa zona de la realidad que, para verla, tenemos que ponernos en alerta y desarrollar unas capacidades especiales. Unas capacidades que tuvimos en la infancia y adolescencia para entrar en contacto con otras estancias de la realidad. Gran parte de la tarea educativa consiste en amputarnos esa capacidad, porque a profesores y padres les dan mucho miedo los niños imaginativos. Con frecuencia se les repite la frase: “pon los dos pies en la tierra”. Por lo menos déjame tener un pie en otro lado, ¿no?, que es mucho más gratificante y divertida la vida así, pero hay un miedo enorme a ese lado, que está simbolizado también en el miedo a la noche.

El sistema formativo nos adiestra mucho en el resumen y no fomenta la creatividad. ¿Es parte de ese miedo a la imaginación?

Sí. Se valora más la enseñanza donde lo que se transmite es demostrable. Si yo aprendo a dividir, me puedo ir a la cama diciendo “sé una cosa más que ayer”, pero si leo una buena novela soy más sabio que antes, pero no sabría decir por qué. En un mundo donde solo existe lo cuantificable, se carga el acento sobre disciplinas que proporcionan un saber cuantificable. Por eso, siempre que el Ministerio de Cultura se propone hacer cambios en el mundo de la enseñanza, pagan el pato las Humanidades. No saben para qué sirven, como no es cuantificable la sabiduría que nos transmite, parece que no es ninguna. Pero es mucha, y fundamental para la vida de cualquier persona.
Negar toda esa zona de nuestro ser que se alimenta con literatura, poesía, cine, arte en general, es un modo de embrutecer al ser humano.

¿Conviene un ser humano embrutecido?

Sí, sin duda sí, aunque por otro lado pienso que es muy peligroso para aquellos que creen que les conviene.

Después de treinta y cinco años publicando en distintos formatos y medios, y parafraseándole, ¿continúa usted viviendo en conflicto con las palabras?

Sí, ese conflicto es el que alimenta el deseo de seguir escribiendo. Si al acabar un libro tuviera la sensación de que ha sido perfecto, dejaría de escribir, ya estaría colmado ese deseo. Lo que nos empuja a volver a escribir es la sensación de que no hemos acertado. Cuando uno empieza a escribir, va a la búsqueda de un lenguaje propio con la única garantía de que jamás lo alcanzará. Y si lo alcanzáramos, moriríamos como escritores.