Aunque ahora me avergonzaría leerlos, mis primeros relatos me parecieron buenos cuando los escribí. Para mí eran tan bonitos y auténticos, plenos de intención y con tal equilibrio de la intriga, que estaba convencido de que tenía facilidad para la escritura. Los ponía a circular entre algunos familiares escogidos, unos pocos amigos y todas las amigas posibles, y todos coincidían en la opinión: “están bien”, e incluso los más allegados matizaban: “están muy bien”.
Intuí el error del método y no tardé mucho en buscar personas con quienes organizar un grupo de escritura para intercambiar textos y comentarlos (en aquella época no existían talleres de escritura en mi ciudad). La primera crítica que recibí me sentó como un tiro y caí de lleno en esa estupidez tan generalizada de pensar que la culpa es de los demás, incapaces como son de comprender tu arte y tu indiscutible valía. Éramos un grupo de aficionados sin argumentos sólidos, pero la experiencia me sirvió para comenzar a aceptar opiniones de terceros.
Esto no significa que recomiende el sistema. También aprendí que un grupo de personas opinando puede, sin pretenderlo, confundir más de lo que ayuda. La clave (en mi caso fue así) consiste en encontrar a alguien con un criterio tan forjado y solvente como para que sus argumentos sean el escoplo que ayude a perforar la gruesa capa de hormigón con la que protegemos nuestros errores. A partir de esa iniciación, se está más dispuesto para seguir aprendiendo mediante el estudio de los relatos de aquellos escritores a quienes decidimos convertir en nuestros maestros.
De todas formas, siempre viene bien contar con una persona de confianza a quien, previo pago de las copas que hagan falta, colarle tu manuscrito para que te dé una opinión.
En todos los años que llevo impartiendo talleres, la principal dificultad que siempre he encontrado es la resistencia visceral a la crítica, incluso cuando el alumno es consciente de la importancia que tiene en su progreso. No faltan anécdotas de personas que, al proponerles arreglar algunos errores de bulto con motivo de una posible publicación, se creyeron al mismo nivel que Faulkner y gritaron: “esto va así o no va” (y por supuesto, no fueron publicados), como también es memorable la respuesta que, a un ofrecimiento de aportar unas sugerencias a su texto, me dio uno de esos poetas que escriben su propia entrada en la wikipedia: “a mí no me corrige ni Gabriel García Márquez”.
Un taller de escritura está obligado a facilitar al alumno el reconocimiento, a veces agónico pero indispensable, de que el cuento que escribió, tan bien definido y proporcionado como lo consideraba su autor, se va a convertir en tantas lecturas diferentes como personas lo hayan leído o escuchado. En cuanto aprenda esto, se ocupará de lo importante: conseguir que su historia llegue al lector, le interese o emocione. A partir de ahí estará más abierto a la crítica, y sabrá sacarle mayor partido.