Te divorcias, te relames de gusto pensando en la bicoca que te espera: ese pisito de soltero laboriosamente desordenado, las reuniones de amiguetes para ver el fútbol y beber unas birras, las tías de paso –nada de ceremonias: ha sido un placer y adiós muy buenas-, el domingo en calzoncillos rascándote los huevos sin que nadie te mire raro… Y va la colgada de mi ex, toda moderna ella, y me endosa a la niña; y es que ella, claro, ella tiene que realizarse y perfeccionar su arte, porque mi ex es violinista (en Abu Graib no dudarían en contratar sus interminables pizzicatos de Paganini: son una tortura infalible) y tiene que hacer giras y bolos por esos mundos de Dios, y cómo se va a hacer ella cargo de Clarita, qué locura, una niña en pleno crecimiento necesita una vida estable, ordenada. Vamos, que adiós a los amiguetes y al picadero. Ahora soy un padre responsable con abono fijo en el sofá del psicoanalista. Desde que Clara volvió a mi vida para quedarse, mi porvenir pinta de lo más oscuro.
Es notable la capacidad femenina para diversificar las formas de tortura. No es solo que mi hija viva pegada al móvil como si se tratara de una prolongación de sus manos; o que se crea que la razón de ser de los pantalones es que asome la mitad de las bragas. Resulta que además me mira con una mezcla de estupor y repugnancia más elaborada que la de su madre, como si le hubieran tirado a la cara un pegote de blandiblú, y eso que delante de ella no ando en calzoncillos ni me rasco los huevos, no que yo me dé cuenta, al menos. Para más inri, ha heredado la pasión melómana de mi ex. Bueno, puntualizo: Clara no tiene un pelo de virtuosa y además es enemiga declarada del violín –por algún sitio tenía que asomar la mezcla genética, digo yo, y mi hija, después de todo, es una cría saludable, inmune al síndrome de Estocolmo-, pero primero le dio por el paraguas de Rihanna, que vale, que la mulata está de toma pan y moja, después pasó por DJ-tal y DJ-cual, y ahora ha llegado al Waka waka de Shakira, que también está buena, pero que se deja ver tan poco como Rihanna y en cambio se deja oír hasta la saciedad y a todo volumen. Otra con papeletas para Abu Graib.
Así las cosas, hoy mi incipiente conciencia de padre responsable ha necesitado un respiro y ha claudicado ante el expositor de MP3 de Media Markt. Para cuando llego a casa, ya casi he olvidado la información referente a las secuelas auditivas que provocan los benditos auriculares de botón. El último residuo de remordimientos desaparece ante la alegría de Clara al ver el MP3 que nos he regalado. Pero justo empezaba a celebrar íntimamente el triunfo, mecido por una feliz modorra, cuando Clara ha irrumpido en el salón sin darme tiempo a impedir que pusiera el CD en el equipo. Exclama un “¡Mira, papá!”, sube el volumen, se sitúa frente a mí y al conjuro de un grito tribal despliega la coreografía completa del Waka waka incluidas todas sus contorsiones imposibles, mientras mi ánimo pasa del cabreo a la desesperación, de la desesperación a la inquietud y de la inquietud al desvelo: con ese meneo de caderas, cualquier día me desgracian a la niña.