«¿Quién sabe lo que piensan?», nos responde él cuando se le pregunta acerca de las mujeres, esos seres contradictorios que restallan en cada brote histérico. «No piensan más que en una cosa», escuchamos decir a ella refiriéndose a los hombres, esos prehumanos con una sola neurona localizada entre las piernas.
Es habitual toparse con reuniones en las que abunda el intercambio de acusaciones andrófobas y réplicas  misóginas. Se trata de una modalidad de disputa que ha adquirido un carácter casi omnipresente e irreconciliable. Además, por si no fuesen suficientemente molestas, contribuyen a remachar la lista de topicazos, siempre forjados para tranquilidad de sumisos y parálisis de inquietos.
¿Cómo nos afecta esto al escribir? A menudo se escucha en el taller de escritura el eco de las frases hechas. Bien de forma evidente, porque se reproduzcan tal cual, bien por una vía oblicua, en las características de un personaje o camuflados en la temática del relato, los tópicos reptan entre nuestras frases con la intención oscura de imponer su dogmatismo. Pero la escritura no consiste en la reproducción de clichés, sino en la sexualidad que surge de unir palabras que no se habían juntado antes.
Quien empieza a escribir lo suele hacer desde su posición; entre otras limitaciones, se resiste a elegir un narrador de diferente sexo (y aquí he evitado la expresión “sexo opuesto”, que quería colarse como una lagartija). Sin embargo, muchas escritoras no se creen el tópico de la insalvable distancia y escriben historias contadas por hombres, de la misma forma que muchos escritores eligen a una mujer como protagonista o narradora porque así lo demande el relato. Flaubert, Yourcenar o Tolstói, por mencionar solo algunos nombres, nos mostraron que podemos adentrarnos en la compleja esencia del ser, independientemente del sexo del personaje principal.
Hace unos meses, con motivo de la entrevista que concedió a este periódico, le pregunté a Juan José Millás acerca de su novela La soledad era esto. Dijo: «Me preguntaban cómo había conseguido situarme en el punto de vista de una mujer y hacerlo tan bien. Lo preguntaban también muchas mujeres que se sentían muy identificadas con este libro. Yo respondía que no había tenido que documentarme, que comprendería la pregunta y la extrañeza si yo hubiera escrito una novela desde el punto de vista de un marciano. Las mujeres y los hombres, además de aquello que nos distingue, tenemos por debajo algo común: somos seres humanos, y es más lo que nos une que lo que nos diferencia, de manera que no tuve ninguna dificultad al escribirla».
A través de la escritura podemos vivir otras vidas, sentir como sienten otros; podemos saber más sobre el ser humano, sobre nuestras semejanzas y divergencias. Por muy sibilino que sea, ningún tópico se sostiene de pie ante el martilleo continuado de las teclas.