En mala hora recurrí al talante democrático para vencer la impenetrable hostilidad de mi hija. Diálogo, tolerancia, concordia… ¡Chorradas! Y mira que no fue una decisión a la ligera; la apoyaron mi psicoanalista y la orientadora del instituto donde Clarita cursa 4º de ESO (perdón, quiero decir Clara. Fuera los diminutivos paternalistas, según consejo de la profesional).
También se lo consulté a mi ex. Esa pija desnaturalizada debía de andar con su cuarteto de cuerda en algún bohío, porque la conexión telefónica fallaba y sólo me permitió captar una retahíla entrecortada de expresiones (apenca…, insensible…, tu ombligo…) envueltas en lo único que logró colarse intacto entre los vacíos de la cobertura: su retintín.
Pero aquel presagio no me desalentó. Tenía que conseguir llegar a Clarita (digo, Clara), que se aislaba gracias a su hermético MP3 en la trinchera de su habitación. Análisis y método, me dije, y comencé a trazar el plan. Me vinieron al pelo algunas nociones de Historia Contemporánea: guerra fría, telón de acero, países del bloque… Estaba seguro de que el muro de su enemistad caería hecho añicos por el empuje de mi talante, y el factor sorpresa la dejaría sin tiempo de reforzar sus defensas. Como dijo Gorbachov, la vida castiga a quien llega tarde.
La estrategia consistía en atacar sus dos flancos: 1) recogerla a la salida del instituto para ganarme la complicidad de sus amigas, que no tardarían en envidiar a un padre tan guay; y 2) una conversación de hombre a hombre con el noviete…, porque por muy guay que seas, da palo llevar a la niña al ginecólogo. Así que abasteces de condones al chaval, haces de tripas corazón y le invitas a venir a casa. Mejor que se lo monten en el cuarto, no vaya a ser que, por ir a salto de mata, tengamos un disgusto mayor.
Mi psicoanalista, en lugar de felicitarme, se detuvo a ahondar en la elección inconsciente de la expresión “hacer de tripas corazón”. La orientadora, por su parte, se marcó el detalle de prestarme un descomunal falo de madera para aleccionar a la parejita sobre la correcta colocación del preservativo.
Tres meses más tarde, el muro de Berlín resultó ser un seto al lado del de mi hija. Sus amigas me miraban con el mismo asco que ella y empezó a mosquearme el gasto en palés de condones para el cabrón del noviete. Corté el grifo. A Clara le indignó que destapara su promiscuidad. Y una semana después llegaron las notas: cinco cates de nada. Eso sí, nunca nadie le cruzó la cara a su hija con tan buen talante.