Enfrentarse al proceso creativo, y a los retos que conlleva, puede resultar difícil. Por eso es habitual que desarrollemos técnicas que nos permitan ponernos en situación. Algunas son bastante comunes, como un orden concreto en la mesa de trabajo, determinados ejercicios de relajación y concentración, o buscar la emoción y el tono adecuados escuchando música. Sin embargo, hay otros hábitos que podríamos tachar de excéntricos. Calificativos aparte, los métodos relatados a continuación han dado a sus autores grandes resultados literarios. Veamos algunas de las manías de escritores a la hora de enfrentarse a la página en blanco.

Manías de escritores

Hemingway escribía con una pata raída de conejo en el bolsillo y, en contra de lo que podamos pensar, lo hacía sobrio y de pie, calzando mocasines y envuelto en una piel de antílope. Lewis Carroll y Thomas Wolfe también escribían de pie, y sobrios. Quien escribía ebrio era Fitzgerald, que tenía debilidad por el champán, aunque acabó eligiendo la ginebra porque no se notaba en el aliento y provocaba un efecto más rápido. Para Hunter S. Thompson la bebida fetiche era el whisky, y desde bien temprano; comenzaba el día con un Chivas Regal. En el caso de Jonathan Franzen, mientras escribía «Las correciones», fue el vodka de cinco a seis de la tarde, justo después de terminar unas sesiones de escritura con persianas bajadas, luces apagadas, tapones en los oídos y ojos vendados. Gustave Flaubert prefería el tabaco, nunca comenzaba a escribir sin haberse fumado, al menos, una pipa.

Si la indumentaria de trabajo requerida por Hemingway puede resultar curiosa, Galdós no se quedaba atrás en la puesta en escena. El novelista palmense escribía con una capa sobre los hombros, una boina azul y una manta sobre las rodillas. También era habitual que hiciera pequeños dibujos en sus manuscritos, ya fuera entre líneas o en los márgenes. T. S. Eliot seguía esta línea teatrera y se pintaba la cara de verde antes de ponerse a trabajar. Según él, para no parecer un empleado de banco.

Otros autores, sin embargo, buscaban la inspiración a través del olfato. Friedrich Schiller tenía unas manzanas podridas en su escritorio, y los que le conocían afirmaban que era adicto a este olor. Lord Byron, más sutil, llevaba siempre algunas trufas en el bolsillo, ya que encontraba en este aroma su veta creativa.

El material de escritura también ha sido objeto de las manías de escritores. Así, Antonio Tabucchi únicamente escribía en cuadernos escolares y, mientras que Neruda lo hacía con tinta verde, John Steinbeck prefería el lápiz. Eso sí, para evitar que se le marcaran los dedos, sólo usaba un lápiz de sección redonda.

Obsesivos o metódicos, algunos llevaban el cómputo exacto de las palabras que escribían. Es el caso de Mark Twain, que anotaba dicho número en sus manuscritos cada cierto tiempo. Saramago, quizá más relajado en este sentido, resolvía de otra manera. El Nobel portugués se limitaba a escribir exclusivamente dos folios al día, ni una palabra más.

Los lugares también han protagonizado curiosas manías de escritores. Michel de Montaigne escribía encerrado en una torre abandonada, y Truman Capote, gran supersticioso, lo hacía en la cama. Además, era incapaz de juntar colillas en el mismo cenicero. Hasta tal punto le bloqueaba la acumulación de más de tres colillas que, cuando no estaba en su casa, se metía las restantes en el bolsillo para no superar este número. Borges iniciaba su proceso creativo en la bañera. Allí decidía, a primera hora de la mañana, si su sueño de la noche anterior merecía un poema o relato. Aunque, sin duda, fue Bernard Shaw uno de los más precisos en cuanto al lugar ideal de trabajo. El autor irlandés construyó un cobertizo montado sobre un mecanismo giratorio para poder escribir siguiendo el curso del Sol. En aquella cabaña, alejada del mundo, se gestaron algunas de sus obras maestras.

Todas estas manías, supersticiones o excentricidades resultaron ser medios para convocar, o al menos no desalentar, a ese yo-autor necesario para alcanzar el fin de escribir una obra. Pero no hay que engañarse. Si faltan los fundamentos indispensables, nada lograremos por más que nos construyamos un despacho colgante del dedo de la estatua de Colón, y acudamos a él con las orejas afiladas con sacapuntas y pelados a la taza.

Manías de escritores