En las ediciones anteriores del concurso de microrrelatos que organiza la asociación Paréntesis se recibieron una media de 1500 textos por convocatoria. Alrededor del 90% no eran microrrelatos.
No hay que dejarse engañar por la primera impresión de facilidad, de ocurrencia casual, que tienen estas historias mínimas. El error más común consiste en creer que todo vale (anécdotas, poemitas, chistes); al fin y al cabo, se trata de unas pocas líneas, y hasta ahí lo de micro, de acuerdo, pero ¿dónde dejamos la otra mitad? ¿Y el relato?
La unidad de sentido es una de las características del cuento que el maestro Poe nos enseñó. Mientras que una anécdota o un chiste no alteran nuestras vidas, en un relato asistimos a una encrucijada, un momento clave para el personaje (o el narrador) que va a determinar su futuro. El motor de la narrativa es, por tanto, el cambio. Y si este no llega a producirse en la historia, al menos deberá existir esa posibilidad, desaprovechada por el personaje, pero nunca por el lector. Porque un buen relato siempre desvela alguna cualidad inadvertida de nuestra naturaleza. Y al producirse esa revelación, el lector la reconoce. El relato ha sabido mostrársela con su función de espejo.
Aunque no hay reglas, un microrrelato suele surgir de imaginar una situación concreta y aislada. Luego viene el trabajo de quitarle palabras (una de más es fatal) y elidir casi todos los elementos de la historia hasta dejarla en una composición mínima que, más que contarnos, nos lance a recrear lo ocurrido. El microrrelato de calidad tarda mucho menos en leerse que en digerirse. Se extiende por nuestra imaginación con rapidez, llenándola de gestos y pasajes que el autor no nos contó de forma explícita.
Brevedad, sencillez, unidad, reflexividad, fluidez, densidad: un ejercicio de tensión superficial. Una gota de puro mercurio.